Gonza M. Fontán (ella)
El 28 de junio nos acordamos de Stonewall, agradecemos a las mujeres trans, lesbianas, trabajadoras sexuales y racializadas. El 28 de junio recordamos una revuelta. Una revuelta que tuvo lugar en una discoteca. En una discoteca porque una discoteca podía ser un lugar seguro, de reunión… Porque en las discotecas también se tejen lazos (y se rompen).
Mi primera manifestación del orgullo fue en Vigo en el año 2015. Llevaba fuera del armario familiar un mes y medio. Llevaba dando la chapa y manifestándome a favor de los derechos LGTB unos cuantos años, porque la suerte quiso que tuviese una hermana mayor que, si no marcaba el camino, arrojaba luz sobre los posibles. Recuerdo de camino a la manifestación, con la bandera esperando en el bolso a llegar al cruce de Urzaiz y Vía Norte y lucirla de capa, una sensación de nervios, de alegría infantil, de complicidad entre las personas que estábamos allí y no nos conocíamos de nada. Recuerdo la emoción pura y dura de ver las calles llenas de gente como yo, parecida a mí o hermanada conmigo por un sentimiento recíproco y palpable; la sensación de que podría pasar cualquier cosa y estaría a salvo, pues aquelles extrañes que me rodeaban se convertirían rápidamente en mis aliades.
Es bien cierto que el movimiento queer ha evolucionado, como también lo he hecho yo, y que mi recuerdo de esta manifestación puede estar edulcorado y romantizado por el paso del tiempo y por la importancia que tuvo para mí ese primer contacto con la visibilidad más absoluta (la de que une de tus abueles te pueda encontrar de fondo en una fotografía en el periódico de la mañana siguiente). Recuerdo ir a esa manifestación rodeada de amigas, quedar sin voz y no dejar de pegar gritos. Recuerdo las banderas recién regaladas gente cercana ya puestas, con algo de apuro, cinco minutos antes, y empezar a andar. Siento que hoy llego a cada nuevo lugar por ese camino, que llevo desde entonces dando pasos hasta donde estoy: todos los espacios que conquiste conducen de vuelta al cruce de Urzaiz y Vía Norte.

Recuerdo sobre mi primer orgullo (y todos los que vinieron después) algo más: desgañitarse con proclamas y reivindicaciones y luego, escuchando las canciones que conformaban nuestra cultura, bailar con las mismas personas que habían caminado a tu lado y te habían acompañado toda la tarde y se convirtieron en amigues por una noche. Recuerdo bailar Sobreviviré, en mi primer show drag, en la misma plaza en la que di mi primer beso a una chica y cinco adolescentes nos increparon de una manera que hoy reconozco violenta. Recuerdo mis primeros atrevimientos a deshacerme de inseguridades sobre mi vestimenta gracias a esas personas que llenaban la plaza da Pedra, con una experiencia que yo envidiaba, de todos los colores, estampados y patrones posibles. Por unas horas, el cántico era cierto: la calle y la noche eran nuestras. No había carrozas ni puestos de grandes marcas: comprábamos las pegatinas que el dinero nos permitía entonces en un puesto de Nós Mesmas y salíamos por los locales de siempre, de ambiente por una noche. Abarrotábamos esos locales las mismas personas que abarrotábamos la bajada a Urzaiz unas horas antes, las mismas personas que nos habíamos emocionado con el manifiesto, las mismas que día a día sufríamos (sufrimos) cotas de violencia de diferentes niveles, todos ellos inaguantables.
El 28 de junio nos acordamos de Stonewall, agradecemos a las mujeres trans, lesbianas, trabajadoras sexuales y racializadas. El 28 de junio recordamos una revuelta. Una revuelta que tuvo lugar en una discoteca. En una discoteca porque una discoteca podía ser un lugar seguro, de reunión… Porque en las discotecas también se tejen lazos (y se rompen). Porque hay artistas queer que ocupan esas discotecas noche tras noche, especialmente en el mes de junio, para que otres disfrutemos de vernos representades. Porque en ellas existen protocolos para nuestra seguridad. Porque una discoteca fue punto de ataque y de origen de la revuelta por nuestros derechos a un océano de distancia. Porque fue desde la puerta de una discoteca que un ladrillo voló hacia un policía y hoy siguen sin tener cabida en nuestras fiestas. Los tiempos son convulsos y confusos, pero no olvidemos eso: no tienen cabida. Estamos celebrando habernos enfrentado a ellos. No hay opresión sin opresores. No vamos recluirnos en las discotecas, tampoco a renunciar a ellas.
El Orgullo es una reivindicación, es el recordatorio de una lucha histórica y de la necesidad de que continuemos esa lucha, pero también es el día al año en que multitud de personas nos ponemos la ropa que queremos, nos maquillamos como queremos, bailamos como queremos, gritamos cuanto queremos y volvemos a casa como queremos y alcanzamos la ilusión de que hay otra vida posible para nosotres. Una vida en la que los escenarios y las canciones de las discotecas están llenas de personas queer. Una vida en la que una persona conocida representa una potencial alianza y no un potencial riesgo. Una vida en la que nuestro cuerpo es más que un sistema de alarmado. Pienso que también luchamos por eso. Pienso que renunciar a esto es renunciar al objetivo político último: una vida en la felicidad es posible. Aunque haya que poner el cuerpo en el centro de la diana para alcanzarla. El placer y la alegría también son derechos que nos pertenecen.
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